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Martín Lawrence

El último vuelo del piloto que desafió los vientos australes

Miró lo poco que había de playa, sacó los flaps, le quitó todas las revoluciones al motor del PA-12, le bajó el morro y aterrizó en la Isla de los Estados, como nadie lo había hecho antes.

Martín Lawrence, quien murió a los 91 años, fue el primer piloto en aterrizar en la ventosa y escarpada isla del fin del mundo, en la que alguna vez había plantado la Bandera el comandante Luis Piedrabuena.

La hazaña estaba cumplida y Lawrence, ese hombre gentil y conversador, de buenos modos, pero lleno de arrojo, había dejado el sello de su intrepidez con las huellas de su avión en la arena.

Era descendiente de una familia pionera de Tierra del Fuego, tanto que su abuelo, Juan Lawrence, había llegado a Ushuaia en 1873. Compañero del misionero Thomas Bridges, Lawrence (abuelo) era pastor anglicano y se afincó en la isla diez años antes que el comodoro Augusto Laserre.

La familia adquirió la estancia Moet, en el Canal de Beagle, y justo enfrente de la hoy chilena isla Picton. En ese campo, jamás dejó de flamear la bandera argentina.

El nieto, Martín, fue funcionario de gobierno y hasta gobernador interino del entonces Territorio Nacional de la Tierra del Fuego, pero se destacaba en cualquier misión. Cuando había que asistir a una de ellas, donde fuera, hacía rugir el motor de un avión del aeroclub, que el mismo presidió, o el dos motores de la máquina de la gobernación y se jugaba la vida en un rescate.

 

Piloto civil, pero con una foja envidiable de 2500 horas de vuelo, piloteó desde los Piper J3, PA 11, 12, 18, Cherokee o Azteca hasta los Cessna 170 (172, 180, 185, 182, 206).

Un día, a comienzos de los 70, se animó y se largó en busca de la Bahía Colmet. Lo hizo en un PA-12 de tela, dos palas, planos altos, sin radio, comando a bastón y tren convencional. La matricula del monomotor era LV-YDU y, tras partir del aeroclub de Ushuaia, repostó en la estancia Moet, dejó tierra bien abajo en la Bahía Buen Suceso y cruzó el estrecho Le Maire desafiando al viento a 120 kilómetros por hora para alcanzar lo que nadie había alcanzado.

Volvió como siempre, con el PA-12 cansado, pero seguro y con arena en sus neumáticos, el gran trofeo de aquella isla que se trajo Martín Lawrence.


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