Procesando. Por favor aguarde...
Gracias al detallado conocimiento que Acwalisnán tenía de la zona, el reverendo Thomas Bridges pudo conocer remotos lugares e historias desconocidas de los habitantes de la zona austral, que aunque escasos, llevaban más de 6.000 años surcando en frágiles canoas los mismos canales que ahora ellos exploraban.
Con seguridad, los ingleses hacían muchas preguntas sobre la ocurrencia de oro u otros metales, desconocidos por los Yaganes, que ni siquiera tenían una palabra para referirse a ellos en su idioma. Difícil debe haber sido entonces la comunicación. Seguramente, al referirse los ingleses a un metal dorado, Acwalisnán pudo concluir que lo que buscaban era lo que los indígenas llamaban Iswoli, un metal dorado que él conocía y sabía de donde era extraído.
Ante el evidente interés de los blancos, Acwalisnán los condujo a una apartada bahía sin nombre, en uno de los tantos fiordos azotados por el viento. Allí, después de bajar del velero, los guió por un estrecho sendero que se internaba entre los enmarañados bosques que llegaban hasta el borde del mar, y que mostraba signos de ser un lugar de tránsito habitual, algo muy extraño en aquellos desolados parajes habitados sólo por canoeros. Finalmente, luego de caminar algunos centenares de metros, llegaron a un lugar donde el guía indígena les mostró la fuente desde la que obtenían el preciado Iswoli.
Al examinar el sitio, los ingleses notaron que en la playa se amontonaban pilas de escombros de roca y masas redondeadas de sulfuros, evidenciando que el lugar había sido utilizado por un largo periodo en faenas extractivas. Sin embargo, no les llamó la atención que un pueblo anclado en la edad de piedra, compuesto por pescadores, cazadores y recolectores, se hubiese dedicado, quizás por milenios, a faenas de minería. Más bien, se centraron en el posible valor del producto de dicha explotación minera, decidiendo Bridges y sus acompañantes que dicho lugar, y lo que había en él, era de escaso interés y nulo valor comercial, por lo que, decepcionados, se marcharon de vuelta al velero. Seguramente, ante la pregunta ansiosa de la tripulación del velero, la respuesta fue: Iswoli es la nada misma. De esa forma, el sitio cayó en el olvido, y nadie volvió a visitarlo.
Efectivamente, el sitio contenía Iswoli, un mineral muy valioso en la vida de los indígenas, pues era excelente para hacer fuego, esencial en una vida enfrentada a la dura tarea de sobrevivir en los fríos canales australes.
Hacer fuego no era tarea trivial, pues era necesario contar con los elementos adecuados para ello. En primer, lugar la yesca o material inflamable, que consistía en un pequeño bulto elaborado con gran prolijidad, poniendo plumón de cisne o de pato dentro de nidos de pájaros. Además, dependiendo de la disponibilidad, se incorporaba piel reseca de hongos e incluso el interior de algunas variedades, telarañas, carboncillo, etc. Todo esto ordenado por capas, en una secuencia que prácticamente aseguraba que incluso una mínima chispa originara una pequeña llama que comenzaba rápidamente a crecer y propagarse, tal como lo relatan diversos viajeros; pero más importante era contar con algún elemento que permitiese encender la yesca de manera más eficiente que mediante el método tradicional de frotar varillas de madera reseca, el cual era complicado y demoroso, sobre todo en condiciones tan húmedas como las del entorno austral.
Según consignan varios estudiosos y testigos presenciales, lo que usaban los alacalufes, y también onas y Yaganes, era pirita (sulfuro de hierro), que los Yaganes conocían como Iswoli. Para encender el fuego, frotaban o golpeaban un trozo de pirita maciza con un trozo de cuarzo, hasta producir chispas con las que encendían la yesca, labor que requería de gran habilidad.
Volviendo al Iswoli, es interesante notar que en el idioma yagan existía dicho término para la preciada pirita; pero ninguno para oro, plata, cobre, hierro u otros minerales metálicos. La pirita es un mineral común en otras partes del mundo, donde incluso se le conoce como “oro de los tontos”, razón por la cual no llamó la atención de los ingleses. Sin embargo, la pirita maciza es muy escasa en los canales australes, lo que la convertía en un elemento de gran valor, que probablemente formó parte del comercio o trueque entre las distintas tribus o etnias, más aún cuando aparentemente existió un solo lugar desde donde podía extraerse.
Con el tiempo, los mismos indígenas encontraron en el hombre blanco nuevas maneras, más sencillas, de hacer fuego y tanto la Iswoli como el sitio desde donde la obtenían cayeron en el olvido. Nadie volvió al lugar, el sendero desapareció tragado por la vegetación, y un manto de arbustos, coirón y turba terminó por cubrir todo por completo, perdiéndose el rastro mostrado por Acwalisnán y transformándose de esa forma en uno más de los tantos mitos o leyendas de los canales australes.
Décadas después, Lucas Bridges, el hijo del misionero, tras años de convivencia con los indígenas, llegó a conocer y apreciar su cultura y costumbres, el valor que éstos le daban a la familia, el delicado trato que daban a los ancianos, el cariño con que cuidaban a los enfermos y a la cautela de las tradiciones ancestrales. En sus escritos, recogió el acontecimiento relatado por su padre y apenas consignado en la bitácora del barco. De esa forma, dio pié a la búsqueda del mítico sitio de ocurrencia de la pirita o piedra del fuego, cuyo rastro se había perdido en el tiempo.
De ahí en adelante, la búsqueda de la piedra del fuego sólo estuvo en la mira de algunos investigadores recientes hasta que Charlie Porter, un navegante solitario, conocedor de los canales australes, más de un siglo después de Bridges, comentó a algunos conocidos que había encontrado el lugar desde donde se extraía la mítica pirita. Desgraciadamente, Porter murió repentinamente hace un par de años, sin haber dejado pruebas ni datos de su hallazgo.
Finalmente, tras varios años divagando sobre el tema, en agosto de 2015 Jaime Gibbons y Salvador Harambour coincidieron en el interés por buscar el lugar y aclarar el misterio de la piedra de fuego. Uniendo datos antropológicos aportados por Alfredo Prieto, con las características geológicas de las islas del sur fueguino, se comenzó a planificar una pequeña expedición junto a Miguel Hervé. Se sumó al grupo un nuevo navegante, no tan solitario, Jaime Gysling, que también se entusiasmó con la búsqueda de la “nada misma”. Poco tiempo después, en octubre, el grupo navegaba en el velero Arco Iris rumbo a los canales del sur del estrecho de Magallanes y Tierra del Fuego.
La suerte y el clima los acompañó y luego de algunos días de navegación dieron con el lugar, corroborando lo que Porter habría encontrado y develando uno de los misterios mejor guardados de los canales australes.
En el lugar, que bautizaron Iswoli haciendo honor al término con que los indígenas conocían a la pirita, se notaba el largo periodo de abandono y los casi 130 años o más desde que había dejado de ser la fuente de la piedra del fuego; todavía quedaban vestigios de explotación tales como rastros de excavación en una veta principal y abundantes escombros. También se veían restos de pirita donde la vegetación no alcanzaba a cubrir partes del yacimiento, con sus vetas expuestas en los sectores erosionados por el agua de vertientes y la lluvia.
En la veta principal pudo constatarse que los indígenas trabajaron durante largo tiempo aprovechando fisuras y zonas más débiles, probablemente usando fuego, para extraer bloques de pirita maciza de tamaño suficiente para su utilización. En la playa había abundante material de pequeño tamaño, posiblemente el producto del trabajo de desgaste de los bloques mayores, tal como había sido descrito por el misionero Thomas Bridges. Con gran satisfacción, comprobaron que al golpear o frotar un trozo de pirita con un trozo de cuarzo, muy abundante en vetas presentes en todo el sector, se obtiene un gran caudal de chispas, suficientes para encender una yesca adecuadamente preparada.
El grupo exploró el lugar durante varios de días, obteniendo algunas muestras de distintos tipos y calidades. En las cercanías de la veta principal también había algo más de pirita con señales de haber sido trabajada; pero de calidad aparentemente inferior, sin potencial evidente para hacer fuego; pero indicando que los indígenas también llevaron a cabo una exploración exhaustiva del área.
Asimismo, en las bahías aledañas se identificaron sitios donde los indígenas probablemente acamparon; pero se prefirió no investigarlos para no producir alteración; corresponderá a arqueólogos o nuevos investigadores el turno para estudiarlos. Ya informados del descubrimiento, pronto partirá una expedición a confirmar lo encontrado y analizar su importancia.
De esta forma, después de más de un siglo, el misterio de la fuente de la piedra del fuego fue resuelto: efectivamente hubo al menos una fuente de pirita maciza, apta para encender fuego. Su ocurrencia, desde el punto de vista geológico, puede ser explicada en el contexto de las otras rocas que afloran en la zona. Pero más relevante es corroborar que Iswoli, o la pirita utilizada para hacer fuego, no procede de una simple recolección sino que hubo una explotación minera indígena, que aunque incipiente por la precariedad de herramientas y técnicas disponibles, constituye una faceta totalmente nueva de la vida y evolución de los pueblos originarios de los canales australes.
Por Jaime Gibbons y Salvador Harambour
COMENTARIOS