Si querés, todo es literatura. Todo. Un pasaje de micro. Un boleto para el tren fantasma. Una factura. Los microgramas de los impuestos o la letra chica de los contratos de alquiler. Una carta documento. Las promociones de pizzas y lomos que tiran debajo de la puerta de las casas. Una denuncia penal. Una sentencia. El escrito que justifica un despido. El ticket por consumir un café. Una receta psiquiátrica. El revés del comprobante de una transferencia por Wester Union. Los escritos erráticos de un papel de cocaína hecho con un pedazo de la revista Touch!
Estos textos son literatura, significantes salvajes, desarticulados de los rituales y las celebraciones cofrádicas. Fuera de órbita. Desapercibidos. Las palabras “locatario” y “locador”, simulan una relación, escritas en un texto que desconfía de la palabra. La literatura escrita se funda en la desconfianza de la palabra. Por eso se imprimen los textos en formatos (libros), objetos, mercancías, testimonios. Se acumulan, prestigian. Dan que pensar. Circulan los que pasan por los cánones. Se esconden los que incomodan la moral.
Si querés, nada es literatura. O solo una parte de la literatura es literatura. O dentro de la literatura hay baja y alta literatura. Más aún. Dentro de la baja y dentro de la alta hay más altas y más bajas. Como edificios con subsuelos y entrepisos. Como un universo de estrellas, unas iluminan más que otras, muchas se sostienen, otras caen. Algunas tienen nombre, otras no, son simplemente estrellas. Y las que caen son las que no tienen nombre. Casi siempre.
Si querés, la literatura es literatura cuando lo deciden quienes monopolizan los criterios para clasificar cuándo un texto es literario o no. Y entonces, hay que esperar a los que deciden. Los que son jurados conjuran. Los juristas, los locatarios, los locadores. Y las promociones de pizzas y lomos, los boletos para el tren fantasma, el papel de la merca, se tiran, se queman, se caen, se arrugan. Y entonces la desconfianza funda otro libro que sale con fritas.